El confinamiento continuo empezaba a desvanecerse en una realidad calculada, cualquier asombro en la urbe se convertía en estímulo para avanzar un día más en este detenimiento que intenta borrar la vida imaginada, pero el 18 de diciembre de 2020 en Cali, en Warhol Bar, recordé cómo era el pasado y disfruté como si no hubiera futuro.
Por Carlos Alfonso Moranda
Especial para Tercera Órbita.
Y volví a Cali, de vuelta hacia el sur quería comprobar su magia legendaria. El mundo estaba cada vez más abierto y los trashumantes también nos detenemos para respirar. Entonces arribé y busqué en el ciberespacio qué había para un espíritu cansado de despedirse, esta ciudad me parecía un buen puerto y por eso volvía. Bailar salsa no era lo apropiado, quería serenarme y escuchar por dentro a qué sabía el sonido local. El alcalde mandaba a dormir a las 11 de la noche, era necesario despegar temprano. Encontré un festival de música en un bar, sobre la antológica Calle 5, la fantasía aparecía en el asfalto. Descendí del taxi sobre una calle de neones que anunciaban rock, una cerveza para llegar. Mientras deambulaba antes de entrar me enteré que caminaba el viejo barrio San Fernando, recordé el pegajoso coro salsero del Grupo Niche… Si por la quinta vas pasando es mi Cali Bella que vas atravesando, pero este pedazo de la tierra respiraba rock a cada paso. Fue estimulante caminar con cerveza en mano observando cómo la música eléctrica fluía desde los rincones hasta las aceras, me sentí en un boulevard soñado, se sentía hermoso estar en una ciudad.
El evento sucedería en Warhol Bar, al llegar contemplé que era parte de un edificio que agrupa un complejo de 5 bares, recordé escenarios en Londres o New York donde la música se expandió por efectos del encuentro en escenarios que agrupaban movimientos y tendencias del sonido. Apagué el cigarrillo y me introduje en un pasadizo abigarrado de letreros que como memoria de visitantes me anunciaban un mundo antiguo de conciertos y jubilosos escarceos amorosos, alcancé a leer evohe, y empecé a animarme porque casi ninguno va escribiendo gíglicos en los pasillos que llevan a los bares.
Todo normal. Cover, toma de temperatura, tapabocas en su sitio, rellenar hoja con información y desinfectante en manos. Ya sentado sobre un taburete de madera, como debe ser en un bar de rock, contemplé la vida con una cerveza. Viajar en cuarentena es muy agobiante, por eso las sombras de cuerpos y cabezas delante del escenario me conmovían y me relajaban en medio del blues y el beat rocanrolero. Estaba en un bar, un bar de rock en Cali, fuera de estereotipos y paradigmas, quería ver y experimentar lo que había encontrado: Papagayo Sessions 2. Concepto enigmático, solo pensé en colores, revisé de nuevo el flyer en el celular y reparé en un bus, pregunté sobre esa relación y me explicaron que era una especie de homenaje vintage a una antigua empresa y ruta de transporte público que cubría la ciudad hasta la primera década del siglo XXI. Quedé más perdido aún, pero era un hermoso escenario para encontrarse.
En las mesas departían a la espera de la música en vivo. Sonaba rock clásico, metal y onda alternativa, las conversaciones se notaban animadas a pesar de la amenaza circundante por compartir desde las ideas hasta los encuentros. La nueva realidad y los controles siempre pondrán en sospecha a la vida imaginada porque para ello no tienen soluciones, por eso el simple hecho de asistir a escuchar bandas en bares se convierte en un acto de valor ciudadano por sostener el mundo cultural y preservar la vida.
A las 7:00 p.m Tripping Point, conformada desde 2016, subió a tarima. Un jazz progresivo nutrido de funky surf y melodías fugaces a lo Jacob Colier inundó el lugar, empezaba el viaje, la banda entregaba paisajes melódicos en excelsas fusiones, exploraciones en los orígenes desde el folclor y la música contemporánea que delinean una fraternidad tribal y sonora desde la dulzura, la distorsión o el beat. Un audaz trío con adn de jazz que con notable prodigio utiliza el grunge, como en la canción WAFA, o el golpe adictivo del Pacífico colombiano que bombea directo al corazón en la canción C.a.O.s S.A, con un ritmo de compás impar que hizo el primer llamado a la danza.
La danza se hizo presente cuando Skaimanes, banda conformada desde el 2002, impulsó a algunos espontáneos a moverse seducidos por una combinación que tras los vientos presurosos del trombón y el saxofón, me transportó a una especie de swing caribeño contagioso y me estimulaba a balancearme en mi silla y a apreciar sus letras audaces, conscientes y festivas cargadas de denuncia, insatisfacción y rebeldía, como corresponde a la esencia del género cultivado en su génesis por los obreros de los barrios pobres de Jamaica o Inglaterra.
En Skaimanes se contempla el espíritu de un movimiento y estética que trasgrede formatos e ideologías para proponer un mundo más sensato y equitativo, música alegre y política, buen cóctel para bailar en una baldosa y hacer girar al mundo.
Para cerrar el Festival se desplegaron Los Micotrópicos, banda conformada desde 2016, con un folclor psicodélico, bucólico y rastros de rock experimental de los 70´s. Música con colores tritonales y acordes disminuidos que pusieron el mundo en suspensión al deslizarse por pasajes de improvisadas atmósferas lisérgicas que incitaban a la inmersión en las raíces de los pueblos originarios de las montañas, valles, costas y selvas de Colombia. La música se adobó con el mestizaje desde la corriente alterna y continua, se respiraba folclor sin instrumentos autóctonos, un sonido vertiginoso y progresivo representaba los territorios y marcaba la incidencia de un rock matizado con elementos del punk armónico.
El evento acabó justo antes del toque de queda. Entre cables, instrumentos y amigos despidiéndose me escabullí hacia la salida, descendí las escaleras y llegué a la calle. La fresca brisa derramándose por la noche invitaban a seguir deambulando, pero ya la policía hacía presencia en los andenes y presionaba para desalojar las calles. Entonces detuve un taxi y partí hacia el hostal, al siguiente día debía seguir en mi ruta, pero mis jubilosos tímpanos ya se hallaban pletóricos de sonidos locales.
La crónica es el género estrella del periodismo. Su discurso es realista, para ello se elabora con un lenguaje sencillo, poco adornado por las metáforas y la adjetivación porque su función esencial es la de describir espacios, personajes y escenarios de un fenómeno, actividad y experiencia en una secuencia temporal. La narración se desplaza por terrenos y exponen acciones en un contexto. Esta perspectiva discursiva y conceptual es pertinente como estrategia para desarrollar textos escritos, por ejemplo contar lo que ocurre en una localidad urbana o rural o en un evento social o particular. De esta forma se acerca la experiencia a lo que se observa, se siente o se interpreta del exterior circundante. Escribir es construir memoria… estimular este pensamiento fortalece habilidades de lectura, oralidad y escritura.
Narrar una experiencia vivida recientemente para que otros puedan revivir la emoción sentida por el protagonista es un trabajo adecuado para transversalizarse con un evento científico, artístico o social. La estructura de la crónica es la clave para realizar este ejercicio.
Excelente!!! Es como si hubiera estado al lado de Carlos Alfonso, la viví toda a través de la lectura, gracias!!!