La condescendencia refuerza la vergüenza y la evitación
La honte d’exiter par Pierre Ancet (1)
Traducción de Vilma Penagos Concha
Especial para Tercera Órbita
La condescendencia hacia la persona que se avergüenza o se ha avergonzado no genera en ella el reconocimiento, sino su ira, ya que subraya su estatus devaluado. Y esto es particularmente sensible a la discapacidad: «¿cómo entender que hemos sido expulsados de la condición humana, que se nos ha muerto el alma, que hemos sido menos que los demás, menospreciados, manchados, desposeídos de toda libertad y que la ayuda de los otros nos degrada ya que adquiere sentido de condescendencia?» (Cirulnik, 2010, pág. 77).
La ayuda rebaja a quien la recibe, porque le devuelve a su estado de vergüenza o quizás a su condición de víctima. Aceptar este estatus es para esa persona aceptar ser confundida con el motivo de la vergüenza. Rechazarla es al mismo tiempo rechazar la vergüenza ontológica y la humillación de sí mismo.
Es difícil aprender a recibir apoyo cuando se ha experimentado durante tanto tiempo la vergüenza, cuando se ha aprendido a evitar a los demás, la capacidad de esconderse o de ponerse más bajo que la tierra. No es que se haya actuado objetivamente mal y que uno tenga que repararse como si estuviera bajo el yugo de la culpa: hay una tendencia a evitar y enterrar sentimientos que no deberían revelar lo que uno es, aquello de lo que precisamente se siente vergüenza.
Pues, la presencia del individuo avergonzado perturba a los demás. Despierta su agresividad o compasión (que puede leerse también como una reacción contra la agresividad reprimida). la persona avergonzada obliga a los demás a posicionarse en relación con él. Ciertos cuerpos y comportamientos lo invitan, porque no pueden pasar desapercibidos. Sin embargo, paradójicamente, resulta posible hacerlos invisibles. No por una forma de invisibilidad óptica, sino por una invisibilidad que se entrelaza con la mirada, siguiendo una disposición interior al ojo del espectador o del voyeur (que en este caso no es más un interlocutor). En el momento en que deberíamos entrar en contacto visual con el cuerpo como señal premonitoria de la otra persona, sólo oteamos la silla, la parte deformada del cuerpo, a menos que simplemente miremos hacia otro lado, una vez que se haya hecho esta inquisición. En lugar de hablar con él, es preferible hablar con su acompañante, o con cualquier otra persona presente. Menos con él. Y el individuo vergonzoso generalmente sólo podrá suscribir esta evitación, que se ha vuelto tan corriente para él.
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Vergüenza e invisibilidad social
Esta idea de la invisibilidad social es tematizada por Axel Honneth en “La sociedad del desprecio”. Primero se refiere a la novela “El hombre invisible” de Ralph Ellison en la que el narrador cuenta que no lo ven, no porque él sea físicamente invisible, sino porque se mira a través de él. Esta invisibilidad no es óptica. Se debe, dice el narrador, a la “estructura” del “ojo interior” de quienes lo miran implacablemente sin verlo. Con esto se refiere a una disposición interior que no les permite ver su verdadera persona. Tenemos el poder, escribe Honneth (2006, p. 226), para mostrar nuestro desprecio por los presentes comportándonos con ellos como si realmente no estuvieran ahí, en el mismo espacio (6) No hay falta de presencia óptica sino, más bien, una inexistencia en el sentido social del término. La presencia física del individuo es obvia, incluso imponente (pensemos en el obstáculo espacial representado por una silla de ruedas eléctrica, por ejemplo), pero miramos como a través de él, o bien lo miramos fijamente, lo escudriñamos, lo observamos, siempre desde lejos, lejos de cualquier interacción. En ningún momento se le reconoce.
La palabra reconocimiento tiene dos significados: cognitivo y ético. Reconocemos en el sentido de que identificamos: muy bien podemos reconocer que se trata de una persona con discapacidad mental (o creemos saberlo al ver a alguien con parálisis cerebral), pero no reconocerlo socialmente. Podemos reconocer a una persona sin recursos que nos encontramos cada mañana por la calle sin reconocer su dignidad como ser humano. La falta de reconocimiento de la que hablamos no es metafórica porque, para los interesados, «su invisibilidad tiene en cada caso un contenido muy real: en realidad se sienten imperceptibles» (Honneth, 2006, p. 226).
La vergüenza ontológica se ve reforzada por la impresión de haberse vuelto invisible para los demás. Ella se suma a la dificultad de reconocerse y estimarse a uno mismo. A veces suscribimos esta ausencia de visibilidad, como si el desprecio social viniera a validar y confirmar el desprecio que tenemos por nosotros mismos, en una consistencia implacable. Las circunstancias sólo confirman lo que ya sabemos o creemos saber: nuestra propia inexistencia. Pero la invisibilidad social también puede parecer aún más insoportable puesto que se da como la duplicación real de un sentimiento subjetivo. ¿Qué pensar entonces cuando este tipo de puesta al margen se repite varias veces al día, dondequiera que vayas desde que sales de casa? Podemos devaluarnos a nosotros mismos, pero ¿por qué otros añadirían algo más? ¿Por qué soplarían las brasas de esta lucha interior que ya estamos librando contra nosotros mismos, por nuestro propio reconocimiento? ¿Qué más se debería hacer? ¿Tienes que dejar que tu enojo hable para finalmente ser visto y escuchado? (7)
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Vergüenza, cólera y agresividad
Detrás de un comportamiento agresivo, de una conducta imperdonable, a menudo se esconde la vergüenza. Esta agresividad se encuentra frecuentemente en las etapas del duelo, incluido el duelo de normalidad (8). Afecta a los familiares de un niño discapacitado, pero también a la persona con discapacidad tras un accidente. La vergüenza de habernos convertido en el tipo de individuo que despreciábamos, del que sentíamos lástima, es fuente de negación, de negociaciones interminables con quienes nos rodean, de depresión y de ira. La ira no siempre se manifiesta en forma de agresión hacia los demás, también puede ir en contra de ti mismo. Pero cuando predomina, te vuelve loco. Fuera de mí, de Claire Marín, analiza los estragos causados en su cuerpo de mujer joven por una enfermedad autoinmune incurable, que apareció a la edad de 25 años. Este cuerpo ya no responde, se tensa y se contrae, duele y se desgasta con cansancio agotador. Se objetiva debido a los exámenes médicos, sin pudor, como un cuerpo extraño expuesto. Poco a poco la narradora se siente otra, escapando de sí misma y esto la enloquece. Su ira es una reversión de la alteración. La ira convierte el dolor, la depreciación y la vergüenza en una fuerza para existir. «Esta enfermedad me está volviendo loca. La ira habla de este despojo insoportable. Es de mi propia vida, de mi identidad que estoy amputada. Ya no soy quien era. No es el efecto del desgaste natural, una condición inevitable del ser vivo a medida que envejece. Ya no me reconozco. Ni en foto, ni en un recuerdo. La enfermedad ha hecho de mí una extranjera. Para encontrarme a mí misma, debo todavía luchar» (Marin, 2008, p. 22).
Convertirse en otro, alterarse a sí mismo, es una experiencia tan dolorosa que debe ser mitigada por la ira. Sin ella la vergüenza y la depresión se apoderan de ti. La ira puede ser una forma de recuperar el control de la propia vida cuando uno se siente desposeído de la propia esencia. La ira es como un resurgimiento de aliento brutal, un estallido de ganas de vivir ante una asfixia psíquica. Te permite luchar contra la vergüenza y avanzar hacia la aceptación de la nueva situación de quienes viven la situación de discapacidad. La ira y la agresividad tienen la ventaja de no dejar pasar nada, ni hacer concesión alguna en cuanto a tu dignidad, a tu valor como ser humano. Requieren comunicación, incluso si a menudo rompen el diálogo. Su desventaja es que pueden provocar violencia en las relaciones sociales y dejar que quienes las utilizan pasen por individuos fundamentalmente agresivos. Pero permiten al menos ser vistos, no negados ni despreciados. Usadas fríamente, en buen momento, son buenas ayudas contra la invisibilidad para quien sabe hacer callar por un momento su vergüenza.