A diferencia de la vergüenza social, la vergüenza ontológica se distingue claramente de la culpa. La culpa tiene que ver con lo que uno hace (o lo que se supone que uno ha hecho), mientras que la vergüenza ontológica se refiere a quien uno es (o siente que es). Esta vergüenza se manifiesta de diferentes formas: fracasos involuntarios sostenidos, agresividad, negación.
La honte d’exiter par Pierre Ancet (1)
Traducción de Vilma Penagos Concha
Especial para Tercera Órbita
La vergüenza ontológica se la relaciona frecuentemente con la discapacidad por lo que significa para una persona (dejar de ser uno mismo después de un accidente), o para la familia (la llegada de un niño que tiene una discapacidad desde el nacimiento). Pero la vergüenza de existir no está reservada a las personas con discapacidad, como tampoco es obligatorio que éstas la sientan. Creerlo así sería tal vez una forma de enmascarar la propia incapacidad para reconocer su incomodidad que provoca la discapacidad. Esta incomodidad se refiere a otra forma de vergüenza completamente diferente de la que una persona común puede experimentar al enfrentar la discapacidad. Esa vergüenza parece relativamente pequeña en relación con la vergüenza ontológica, pero sus consecuencias en el día a día pueden ser tremendas. Por lo tanto, no es conveniente eludirla, sino reflexionar sobre las posibilidades de reconocimiento con las cuales luchar contra los efectos devastadores de la vergüenza de existir.
La vergüenza ontológica: «tú no deberías ni siquiera haber nacido»
Ciertas formas de vergüenza son cercanas a culpa («¿qué hiciste? ¡Deberías sentir vergüenza!»). Nos sentimos culpables por haber hecho algo mal y avergonzados por atrevernos a creer en nosotros mismos para actuar. La culpa se relaciona con el impulso(2) o la acción, ya sea que la acción haya sido genuinamente culpable o que se sentía como tal. En ambos casos, esta culpa está relacionada con lo que uno hizo (o lo que se supone que uno ha hecho) y no con lo que se es (o lo que se supone que uno debe ser). En este sentido no absurdo tratar de redimirse, de compensar con las propias acciones la culpa sentida. Incluso si esta redención debe ser la obra de toda una vida, el hecho es que la culpa se siente como capaz de expiación.
La vergüenza de la que queremos hablar no es contextual ni accidental. Esta vergüenza se siente como esencial, profundamente arraigada en el individuo («¡Estás fuera de lugar! ¡No deberías existir! ¡Ni siquiera deberías haber nacido!»). Esta condena no se verbaliza a menudo, incluso si ocurre frente a la discapacidad física (Nuss, 2010, p. 206). La mayoría de las veces es una forma de diálogo interno, a veces explícito, a menudo implícito. El sujeto está bajo el yugo de esta sentencia no formulada («¡No deberías estar aquí!»), expresión de una vergüenza que la mayoría de las veces no se dice, no se escucha, pero sigue siendo palpable. La sentencia es definitiva. Es una condenación a la no existencia dentro del seno de su propia vida. No se discute. No se muestra. Porque una de las propiedades fundamentales de la vergüenza es que se esconde. A menudo se refuerza con la vergüenza de tener vergüenza. Si quisiéramos relacionarla con la culpa, tendríamos que asociarla con la culpabilidad sin culpa, sin objeto y, como tal, imposible de expiar. Puede afectar a cualquier persona, ya sea que tenga una discapacidad o no. Y puede ser una fuente de discapacidad mental o discapacidad por sí misma.
La vergüenza ontológica se adhiere a la piel, es como una segunda piel, debajo de la epidermis, una piel maloliente, que sólo inspira asco. Hay algo escatológico en ella. Pero, aun así, no se trata aquí de un asco contextual, vinculado a una situación embarazosa, como cuando uno involuntariamente permite que una sustancia orgánica maloliente emane de uno mismo, lo cual es común cuando uno es físicamente discapacitado (Simon, 2010, p. 22). Es toda la propia humanidad que no es bienvenida. Es uno mismo como un todo que uno no soporta oler.
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«Hay alguien de más aquí y soy yo». ¿Qué hacemos con un individuo de más? Se tendría la tentación eliminarlo, como eliminamos los desechos a través de un conducto de escape, como eliminamos la basura, no porque sea la basura del bastardo cuyos actos son despreciables, sino simplemente porque apesta, porque es molesto a la vista, porque perturba el ordenamiento de un interior pulcro, donde todo está en su lugar. Es necesario eliminar esta suciedad que ha quedado en medio del cuarto. Es necesario hacer la limpieza a fondo.
Pensemos en Abel Tiffauges, personaje principal y narrador parcial de Le roi des aulnes de Michel Tournier, que no soporta su rostro: «¡Qué bocaza! ¡Pero qué bocaza! ¡la tiro por el inodoro!», sumerge su cabeza en él y aplica el producto de limpieza del inodoro, mientras siente en su nuca la corriente de agua helada «como una cuchilla de guillotina», lo que en el libro hace eco a la descripción de la última ejecución pública en Francia (Tournier, 1970, p. 75). Uno puede reducirse a la condición de residuo que debe eliminarse, ya que su propia existencia parece insoportable.
Los seres humanos que están manchados, que molestan, que no tienen lugar, pueden ser una fuente de vergüenza para los demás y para ellos mismos. El individuo avergonzado nunca está en su lugar, porque no tiene lugar propio; nunca ha recibido uno y piensa que no lo merece. Debe ir a otra parte, a los márgenes, desvanecerse frente a los demás, borrarse hasta pasar imperceptible, hasta la inexistencia. Aquí estamos muy cerca de la «vergüenza blanca» que para Ciccone y Ferrant citando a Frutos & Laval (1998), «toca la totalidad del ser y se abre sobre la desaparición de la persona» (Ciccone & Ferrant, 2009, p. 17). Estos autores añaden que puede convertirse en crónica: «La desaparición de uno mismo a los ojos de los demás y a los propios ojos incluye la desintegración de los lazos sociales. La vergüenza blanca es despersonalizadora en el sentido clínico del término». (Ibíd., pág. 16).
Esta inexistencia o desaparición de la persona parece difícil cuando se es portador de una discapacidad visible, a menos de nunca salir de la casa o de la institución donde uno vive, pues uno no pasa jamás desapercibido. Pero no se trata aquí de confundir la visibilidad óptica de la discapacidad con la invisibilidad social, sobre la que volveremos, invisibilidad que debe entenderse como una exclusión manifestada por la mirada, perfectamente compatible con la visibilidad de la discapacidad. Se puede estar perfectamente visible y haber aprendido a someterse siempre, a desvanecerse frente a los demás, a ponerse a sí mismo entre paréntesis. Uno puede borrarse a uno mismo como persona bajo la visibilidad de su discapacidad tomada como un objeto de curiosidad, repulsión o evitación.